Cabecera Testimonios

Mª José F. de La Coruña

Allí, en los pasillos blancos de aquel hospital te vi por vez primera, con tu cuerpecillo espigado y caminando como si tuvieses alas en aquellos pies enfundados en unas chinelas verdes que parecían irte enormes, con esa sonrisa perenne y esos ojos azules que evocaban el mar de tu tierra. Quiso el destino que me cambiaran a tu habitación y entonces supe tu nombre, Rebeca, que también evocaba esa fe de que has hecho gala con la sencillez que te caracterizó hasta que el último día de Pentecostés, 26 de Mayo del año 1996, nos abandonaste en silencio, pero dejando ese aroma de rosas blancas de tu tierra y la semilla de tu bondad.

Hasta entonces te confesaré que a veces me sentía algo extraña en un entorno que no siempre comprendía mi humana debilidad al caer en aquella enfermedad posteriormente superada, que sin intención malvada me lo hacía recordar como pecado que debía purgar toda mi vida. Sin embargo, tú, nunca te paraste en eso, y desde el primer día se estableció entre ambas una corriente de simpatía, que en innumerables ocasiones me has demostrado que fue mutua.

Mantuvimos largas charlas durante nuestra estancia en el hospital, que a cualquiera pudieran sonar intrascendentes, pero que hoy constituyen para mí, el mejor de mis recuerdos de tu persona. Hablábamos de nuestras familias, siempre sacrificándose a nuestro lado, acompañando nuestras idas y venidas al hospital sin descanso, de ilusiones, de todo…

Para ti, Rebeca, la vida tenía un sentido, en el marco de una familia maravillosa que, unida, apoyaba esa férrea fuerza de voluntad que el Señor te otorgó, ese coraje de vivir con alegría incluso en los malos momentos, como cuando aquel tumor amenazó tu infancia, hasta entonces feliz…

Toleraste con esa pacífica sonrisa, con resignación absoluta, el verte apartada de compartir juegos con tus amigos, no añorabas el poder lucir esas enormes trenzas con los cabellos rubios que la quimioterapia te “robó” transitoriamente. Sin embargo, también a ti en aquella ocasión, la medicina y la fe te devolvieron la salud, y a esa fe apelaremos los que te conocimos cuando la tristeza de tu ausencia nos embargue.

A pesar de lo difícil que resulta la estancia en un hospital, doy gracias a los médicos que me enviaron allí porque, de otro modo, no hubieses disfrutado de tu amistad. Nunca me expliqué porqué, hoy creo que sin duda conocerte tuvo bastante que ver con que, en un momento en que de nuevo estaba a punto de arrojar la toalla, empezase a comprender que todo se puede superar; me enseñaste que los errores no hay que olvidarlos sino aprender de ellos para ser un poquito mejores cada día, considerarlos nuestra experiencia y ayudar con ella a los otros.

En aquel hospital se hizo la luz para mí tras realizar una serie de pruebas y conocer que el incierto pronóstico de mi enfermedad no era tal, sino una respuesta de mi organismo al estrés, que en cuanto se vio libre de presiones, en paz consigo mismo, se normalizó.

Permíteme, Rebeca, que busque tus ojos en el Cielo si a partir de ahora me siento desbordada por algo, para que sigas infundiéndome el valor y la fuerza necesarias para hallar solución a los obstáculos, para recorrer poco a poco un camino que, en ocasiones puede parecer tortuoso pero en el que, según aprendí de ti, al final se verá la luz.

A mi regreso del hospital donde nos conocimos, experimenté al decir de todos, un cambio radical, arreglando mi aspecto externo, sonriendo más, disfrutando con lo que hacía, con pequeños detalles de la vida diaria… Ni yo misma me expliqué entonces porqué, pero hoy creo que contigo pude aprender a vivir con mis defectos, tratando de limarlos un poco cada día, y a valorar mis virtudes. Mientras tanto, tú en cada carta renovabas mis fuerzas y esa amistad, a la que espero haber correspondido como te merecías.

Agradezco al Señor que me haya permitido estar contigo en tus últimos días a través de mis cartas, que ya ves, siguen siendo larguísimas. No te dio tiempo a recuperarte de tu enfermedad y responderme como solías hacer, pero esa familia de la que, con razón estabas tan orgullosa, a pesar del dolor que suponía tu recuerdo, me hizo partícipe de tu desaparición, lo cual les agradeceré para siempre, por haber tenido esa deferencia conmigo.

Como puedes apreciar no he empleado hasta ahora, en que lo voy a hacer sin sentir precedente, la palabra muerte, no por miedo, Rebeca, sino porque prefiero pensar que cogiendo tu pasaporte, has emprendido un viaje hacia un remoto lugar en busca de la Paz Eterna.

En mi egoísmo, gritaría una y mil veces el nombre de esa maldita hormona asesina que nos ha privado de tu presencia, pero si tú lo has aceptado con resignación, yo aceptaré también humildemente los designios de Nuestro Señor; pero como las despedidas son tristes y no debemos estarlo, quiero pensar que sólo nos han privado de lo tangible, y que tu esencia permanecerá para siempre en el recuerdo de quienes pudimos conocerte, que el Señor te ha conducido a un lugar bellísimo donde vigilará más de cerca tus sueños, donde el azul de tu mirada, se confundirá con el del Cielo, los ángeles compartirán tus risas y juegos y desde donde te alegrarás si se cumplen nuestros anhelos, y si nuestros pasos no se desvían del recto camino.

Muchas gracias Rebeca por ser como fuiste y dejarme ser tu amiga. Hasta siempre.

Mª José F. (La Coruña)