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José Antonio L.M. de Cox (Alicante)

En este tiempo en que nos falta Rebeca, mucho se ha dicho y aún mas se ha meditado sobre el misterio mismo de la existencia, donde química y religión confluyen en un compuesto a veces difícil de entender, y no menos de aceptar. Yo conocí a Rebeca y al resto de su familia hace unos tres años y medio, con lo cuál, no estoy capacitado para exponer una apreciación fiable de la evolución vital de Rebeca es más, esa falta de lazos presente hasta que nos conocimos, podían haber causado que mis palabras estuvieran desligadas de la emotividad con que se recuerda a un ser querido, o de la imparcialidad meridiana con que un juez debe juzgar a un acusado; ahora bien, por una parte no soy juez, y por otra, a la hora de escribir sobre Rebeca: lo único que perfila y dirige mi pensamiento son, precisamente, los sentimientos.

A lo largo de la vida conocemos y entablamos amistad con muchas personas, pero ¿cuántas de ellas calan profundamente en nosotros?, seguramente no muchas; sin embargo yo puedo afirmar que Rebeca fue una de esas personas que caló hondo en mi vida. Los grandes personajes que los historiadores se encargan de mostrarnos, son muchas veces los heraldos que han permanecido alguna vez en primera línea, pero, ¿que hay de todos aquellos que desde su sencillez y humildad realizan con la rotundidad del trueno lo que les dicta su corazón?

Para mí, en las ocasiones en que visitaba la casa de Rebeca por motivos de trabajo, las charlas, aunque fueran cortas, se llenaban de dulzura, de amabilidad, de sencillez, en una palabra, de amor…

Sólo hacia falta ver a Rebeca un día cualquiera, en cualquier lugar andaba desprendiendo amor, su expresión estaba exenta de la máscara que casi todos llevamos para ocultar nuestros sentimientos, con ese aire de despreocupación por los problemas propios y esa mirada angelical que no hacía posible el despedirme de Rebeca sin que mi rostro dibujara una sonrisa.

Sin duda, bastaba con mirar a Rebeca para comprobar que no tenía una personalidad cualquiera, y bastaba con verla junto a la multitud, para comprobar que su figura sobresalía por encima de la mayoría: Rebeca era siempre Rebeca, bien en casa, en la calle, en la plaza o divirtiéndose con los amigos; siempre conservaba su mirada, su sonrisa, su sencillez y su cariño.

Hablar con Rebeca era conversar con un viejo sabio, no ya por la cantidad o profundidad de sus conocimientos, sino por la seguridad con que defendía sus ideas, fundamentadas en los valores que sus padres le habían enseñado, pero elevados a la máxima sencillez; y eso es algo que a mi me impresionaba. Encontrar una personalidad con semejante certidumbre, aún sin haber cumplido veinte años, es un mérito que hemos de conceder a Rebeca.

Ahora bien, Rebeca no guardaba para sí su valía, sus deseos de vivir se hacían extensibles a los demás por medio de su desbordante alegría, colaboraba por encima de sus posibilidades con todos aquellos que la rodeaban, luchaba con todas sus fuerzas para asumir y resolver sus problemas, para así demostrar a ella misma que era útil a su gente.

El tener semejante historial clínico a semejante edad, es algo que mina doblemente a toda persona, por un lado, la propia enfermedad que se apodera da las fuerzas del cuerpo y lo hace desfallecer; por otro, una sombra de tristeza que se apodera de los sentimientos, una sensación de impotencia que pugna en la discordia por el imperativo físico de la juventud.

Aun así, Rebeca aguantó el empuje de la sombra que se cernía sobre ella de forma magistral: no sólo conservó su fe, sino que tuvo el valor y la determinación necesarias para actuar acorde a sus creencias; si bien durante todos estos años, Rebeca había vivido a la espera de lo que pudiera suceder, cuando llegó el momento Rebeca no se echó atrás, aun en los peores momentos conservó toda su simpatía, su gentileza, su ternura y, como no, ese amor que desprendía a todo aquel que iba a visitarla. Toda una montaña de sufrimiento, movida por su descomunal fe cristiana; una montaña que muchos dicen mover cuando les es ajena, pero que cuando se ve llegar, sólo unos pocos pueden remontarla.

Ahora son muchos los que dirigen sus prerrogativas hacia la determinación de los integrantes que residen en la morada celestial yo, por contra, no estoy acreditado con la sabiduría necesaria como para defender tales argumentos, pero sí defiendo la “devoción” a Rebeca, pero la “devoción” a la Rebeca viva, a esa parte de ella que nos ha dejado huella para siempre: su recuerdo. Con él debemos apreciar lo bueno que nos supo dar Rebeca, y transmitir a los que no la conocieron cómo fue una existencia plena de dotes ciertamente humanas. Humanidad, para mí ese es el término que define mejor a Rebeca, humanidad…

Verdad, por ello no puedo sino mostrar mi desacuerdo con aquello de que la muerte está tan segura de ganar que nos deja toda la vida de venta, pues la muerte es sólo un tránsito, y quien gana o pierde es siempre la propia persona, a través del desempeño de las funciones que le son propias en la vida; y en la vida, sin duda, Rebeca ganó.

José Antonio L.M. (Cox -Alicante-)