Una Carmelita Descalza de Elche (Alicante)
Con muchísimo gusto expongo por escrito las impresiones que guardo de Rebeca. Aunque mucho me temo que de poco serán útiles estas pobres líneas que, por mi escaso trato personal con ella, ni que decir tiene, que la imagen que de ella pueda dar, sea muy tenue e incompleta. A pesar de todo, no quiero dejar de aportar mi granito de arena en esta recopilación de testimonios para que, si Dios es agradado y glorificado en ello, un día nuestra Sta. Madre Iglesia glorifique también a Rebeca.
Estoy totalmente convencida de que Rebeca era una de esas almas pequeñas y sencillas que Dios Padre llena de Sí y la regala a la Iglesia para que, en la simplicidad de su vida, manifieste en ella algo de Su Santidad y Sus Perfecciones. Tengo para mí que Rebeca era un espejo pequeño que reflejaba a Dios y lo transmitía.
Vi por primera vez a Rebeca hace algunos años, cuando su familia vino al locutorio para conocernos personalmente y agradecernos las oraciones que por ella -Rebeca- había elevado la Comunidad al Dios Todopoderoso. Cuando su madre, unos años antes, llamó a nuestro torno muy angustiada para encomendarnos a su pequeña que, al decir de los médicos, sólo un milagro podía salvarla del peligro de muerte que la amenazaba. Gracias a Dios, este milagro se operó por mediación de la Virgen, según nos contó Mª Rosi (su madre) aquella misma tarde.
Recuerdo que Rebeca estaba sentada junto a la reja; escuchaba con atención y cierta complacencia a su madre. Sonreía. En alguna ocasión hizo algún comentario gracioso a lo que se nos iba contando. Me llamó la atención la humildad que reflejaba su rostro cuando su madre nos explicaba todas esas intervenciones amorosas de la Divina Providencia con las que Dios había bendecido a esta familia continuamente y que a ella tan de cerca le tocaban. La vi distinta en su sencillez; me dio la impresión de estar ante una criaturita frágil, delicada, dulce… me atrevería a decir, pues así lo pensé, que era un alma virgen que irradiaba su virginidad. Esto es quizás lo que tengo que resaltar de aquella primera visita que nos hizo: su humildad, su sencillez y su pureza.
La volví a ver, ya por última vez, en el mes de Enero de este año 1996. Sólo fueron dos minutos. Venía a recoger a su hermana, pues habías pasado la tarde conmigo en el locutorio. Su aspecto ya estaba algo desmejorado, o quizá fuera el frío de aquella tarde, no sabría asegurar, pero lo cierto es que percibí que el color de su rostro no era su color habitual. Nos cruzamos un leve saludo y ella indicó a su hermana que ya la esperaban en el coche para marchar. Estaba sonriente, su comportamiento fue muy educado y, con toda naturalidad y delicadeza, salió antes que su hermana para que pudiésemos despedirnos con libertad, aunque las dos sabíamos que su presencia no nos la quitaba.
En la primera quincena de Marzo, si no recuerdo mal, fue cuando nos dieron la noticia, del todo inesperada, que Rebeca estaba gravemente enferma y es que se la llevaban a Madrid para un reconocimiento más a fondo por los médicos que la habían tratado desde pequeña; las esperanzas eran mínimas, según les dijeron: Rebeca tenía muy poco tiempo de vida.
Quizás es desde ese momento que conozco que muy pronto irá al Cielo, y que se ha abrazado totalmente a la cruz de su enfermedad deseando en todo momento que se cumpliera la Voluntad de Dios, cuando comencé a experimentar una cierta atracción y sintonía espiritual con ella en mi interior. Desde mi clausura hablaba con ella como si se tratase de alguien que ya está con el Señor. Muchas veces, a lo largo de mi jornada me sorprendía a mí misma hablando con Rebeca y encomendándome y encomendándole mis “pequeñas cositas”, le pedía ayuda para esto u aquello. Me dirigía a ella como si se tratase de un santo más de los que nuestra Madre, la Iglesia, nos da por modelos y protectores, ¡y lo más gracioso es que Rebeca todavía estaba viva! Me daba perfecta cuenta de ello, y sin embargo, tenía la convicción cierta de que mis “confidencias” a Rebeca no quedaban en vacío, me sentía escuchada y acogida.
Cuando regresó de Madrid, desahuciada por los médicos… a medida que nos llegaban noticias de su estado de gravedad y sufrimiento y de cómo vivía todo aquel cúmulo de amor crucificado que Dios Padre desbordaba sobre ella, más unida me sentía a ella y más presente la tenía en mi jornada. Era la Cruz que me unía y hermanaba con ella.
No sé cómo encuadrar todo esto, pues Rebeca nada sabía de mí y ni siquiera puedo asegurar que retuviese en su mente mi pobre persona o que se acordara de la última monjita que vio en el locutorio de nuestro monasterio, hablando con su hermana. No, no lo puedo asegurar, pero sí puedo afirmar lo que a mí me ha sucedido con relación a ella. Rebeca sigue estando presente en mi vida; todas las mañanas nos cruzamos una sonrisa -llevo en el breviario su recordatorio- y con esa sonrisa fraterna nos decimos muchas cosas.
El día de Pentecostés, día de gran fiesta para nuestra Comunidad, salimos al claustro a lo que en el Carmelo llamamos “cena fuera”. Habíamos terminado y estábamos de tertulia, entre cantos al Espíritu Santo y salidas amenas y graciosas de las hermanas. Algunas hermanas vimos que una paloma blanca con algunas leves pintas gris claro, que la embellecían, se detuvo en el tejado de enfrente y permanecía inmóvil. Era esbelta, fina, muy elegante. Nuestros comentarios acerca de ella, hicieron que todas las hermanas centraran la atención en ella, y fue entonces, sólo entonces, cuando la paloma alzó el vuelo. No tenía dirección ni rumbo aquí en la tierra: voló hacia el Cielo y desapareció sin más. La Comunidad prosiguió su ritmo sin darle demasiada importancia a la paloma; alguna hermana comentó que “como era la fiesta del Espíritu Santo, había venido a hacernos una visita”. Prosiguieron, pues, los cantos y la alegría.
Cuando iniciamos el tan conocido “Un vaso nuevo” sonó el teléfono, y la hermana encargada se fue a atender la llamada. Cuando finalizamos el canto, llegaba la hermana del teléfono que se acercó a Nuestra Madre y le hizo una escuchita a ella sola. Al terminar de cantar, N. Madre nos dijo, más o menos, estas palabras: “Hay quien ya es un vaso totalmente nuevo en las manos de Dios”. Cuando dijo esto, yo musité por lo bajo: Rebeca ha muerto. Efectivamente, N. Madre nos dio la noticia de que Rebeca ya estaba con Dios. La hermana del teléfono completó la noticia, y como si no dijese nada, dijo: “Hace media hora que ha fallecido”. ¡Hacía ese mismo tiempo que la paloma había venido a nuestro tejado y había volado al Cielo! No creo en la casualidad, sí en la Providencia y en sus intervenciones.
Nada de extraordinario hubo en aquel acontecimiento, nada igualmente, hubo de extraordinario en mí: la paloma era una paloma corriente, aunque muy bonita, y en mí solo se dio esa intuición, que me fue dada, de relacionar la paloma con el alma de Rebeca.
Desde que comenzaron a contarnos cómo se abrazó a la cruz de su enfermedad y cómo amaba desde ella a Dios y a su prójimo, fue cuando me sentí inclinada a esta relación confidencial de espíritu que he tratado de expresar y que no sé si habré conseguido. Tenía la seguridad de que su vivencia de la cruz no dejaría de ayudarme en mi propia cruz y, sobre todo, en esas pequeñas cruces que consigo lleva siempre la cruz de la enfermedad, y que tanto sirven para aquilatar y embellecer al alma por la purificación que ejercen.
Creo que esto es lo que tengo que deciros de Rebeca, lo demás lo diréis vosotros que la tratasteis y la visteis vivir su fe viva y su vida sencilla… Lo único que importa es que Dios sea glorificado en ella, ¡y ella le dio y le está dando tanta gloria!…
Una Carmelita Descalza de Elche (Alicante)