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Asunción N.V. de Murcia

Conocí a Rebeca hace muchos años, cuando era una niña pequeña rubia, con unos grandes ojos que hablaban por sí solos de su ternura, afabilidad y bondad. Me acuerdo del primer día, cuando entró por la puerta de casa y, después de atravesar el largo pasillo llegó a la cocina. Se escondía un poco detrás de sus padres Óscar y Mari Rosi, pero pasado el primer momento de contacto con unas personas a la que no conocía, enseguida nos brindó su confianza.

Recuerdo con uno de los primeros tratamientos de radioterapia, cómo le explicaba a sus compañeros de hospital -niños como ella- que no debían preocuparse porque el pelo les volvería a nacer. Les decía que tenían que ser fuertes, luchar contra su enfermedad para poder verse fuera del hospital.

Siempre me llamó la atención su entereza, no importaba lo duro del tratamiento, las sesiones que tuviera que atender y la repercusión posterior de las mismas. Cuando llegaba a casa siempre traía una sonrisa en los labios, siempre había palabras amables para todas las personas de la casa y la confianza total en ese Dios al que tanto amaba. Cuanto más dura era la sesión más rezaba dando gracias por seguir un día más. Con su madre acudía a la iglesia de los Padres Claretianos del Corazón de María y allí también encontraba su confortación espiritual.

Siempre estaba con la sonrisa en la cara y tenía palabras de ternura, cariño y ánimo para todo el que pasaba a su lado. En su afán por conocer el mundo propio de su edad, a veces hablábamos de muchas cosas, tanto espirituales como mundanas: ropa, amigos, trabajo…

Era una persona con la que siempre te sentías bien, muy cercana y con un corazón tan lleno de amor que a su lado disfrutabas más plenamente de cada día. Era una persona muy madura y le preocupaba en qué manera podría afectar su enfermedad a las personas que ella quería y le rodeaban, siendo su familia un pilar esencial y primordial para ella.

Pasaron los años y la enfermedad de Rebeca que todos creíamos curada, reapareció de la manera más sutil que jamás podríamos haber imaginado. A lo largo de todo el proceso de su enfermedad y tratamiento, no encontrabas en ella una queja, un gesto de dolor o una mala cara.

La verdad es que no tengo más que buenos recuerdos de una chica sencilla, siempre preocupada por todos, con un corazón enorme que irradiaba paz allá donde se dirigiera. Ya casi al final de su vida, cuando jugaba con mi hija, que entonces tenía apenas un año, era tal su ternura y alegría, que mi hija disfrutaba tanto con su compañía que nadie podría decir que no se viesen desde hacía meses.

Hablando con ella comentábamos su enfermedad con entereza, haciéndonos partícipes a los que estábamos con ella de una paz y una profundidad de ánimo que sería difícil de superar. Me decía que ella y su familia siempre habían tenido mucha fe en Dios, siempre les había ayudado incluso en épocas malas, que no se podían olvidar de la iglesia y de dar gracias a Dios por todo lo que les había dado, por haber podido ir a casa de mi madre en Madrid, por haber conocido a mi tío Lope, sacerdote, y por los diferentes sacerdotes que había conocido en su pueblo.

Su entereza de ánimo, su gran fe en Dios, sus proyectos a corto plazo porque el tiempo se le acababa, hicieron de ella una mujer sencilla preocupada siempre por su familia, sus padres, sus hermanas, sus amigos….Rezaba para que no sufriéramos por ella, ella había aceptado su enfermedad para dar gloria a Dios y debíamos dar gracias porque no a todas las personas Dios le otorgaba ese bien.

Su vida estuvo sembrada de ternura, dulzura y amor por todas las personas. Su gran fortaleza de espíritu, su inmensa fe heredada de la enseñanza de sus padres, su total confianza en Dios me enseñó que dentro de cada persona Dios habita de una manera.

Para escuchar su llamada hay que estar muy atentos y dejarse querer por el amor de Dios, dar gracias por ello es algo que creo muy pocos podrán alcanzar.

No dudo que está en el cielo con gente que también conocemos. Espero que se acuerde un poquito de los que no siendo tan fuertes como ella y aún flojeando a veces en nuestra fe, nos ayude a vivir el Evangelio con más fuerza para poder ser testimonios de Cristo vivo.

Estos son mis recuerdos de Rebeca, una amiga que siempre se preocupó de que los demás nos sintiéramos a gusto y felices. Una persona muy familiar y religiosa con una entereza admirable que pocos seres podremos tan siquiera imitar. Ella ha sido siempre un claro ejemplo que debemos imitar y que nos tiene que hacer reflexionar sobre nuestra propia vida.

Gracias Rebeca por todas tus sencillas enseñanzas, no te olvides de todos nosotros allá arriba, necesitamos que tú también nos eches una mano. Un beso cariñoso siempre, eternamente.

Asunción N.V. (Murcia)