Vocación a la Santidad

LA SANTIDAD: VOCACIÓN UNIVERSAL DEL CRISTIANO

Con frecuencia se suele ver la santidad como un tema pasado de moda, un don extraordinario reservado a la suerte de unos cuantos privilegiados, y por tanto, algo tan excepcional, que no puede tocarnos o ser contemporáneo a nosotros. Incluso existe el tópico de que los santos fueron personas solitarias y tristes, que no supieron disfrutar de las alegrías de la vida. Nada más lejos de la realidad…

Desde el Bautismo, el cristiano está llamado a participar de la misma divinidad de Dios, es decir, de su misma santidad. Así, la santidad es la vocación universal de todos los cristianos y por tanto, todos estamos llamados a ser santos, sea cual sea la vocación que desempeñemos en el mundo.

El Catecismo de la Iglesia Católica, recordando el capítulo quinto de la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, dice que “todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (LG 40). Todos son llamados a la santidad: ‘Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48). Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo… siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos (LG 40)”.

Podríamos decir, de un modo breve y sencillo, que la santidad es el seguimiento de Cristo. Seguir a Cristo, ser cristiano, implica un compromiso… Y el compromiso lo testimoniamos con santidad de vida. Lo que conlleva un camino de conversión que nos haga cada vez más semejantes a Él, hasta que toda nuestra vida sea transparencia de Dios.

Por eso, el santo “no nace sino que se hace”… Esta transformación se evidencia en nosotros con la vivencia plena del Evangelio, resumida en palabras de Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn, 13, 34-35). Para un cristiano, Jesucristo es el ideal, el espejo donde mirarse… Y un ideal santo hace hombres y mujeres santos.

Para vivir la santidad no es necesario realizar obras grandes ni tener carismas excepcionales, puesto que muchos santos carecieron de ellos… Es un estímulo saber que fueron personas normales como nosotros, que también tenían defectos, pero que se esforzaron por superarlos.

El Santo Padre Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, nos clarifica que “este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria.

Se puede ser heroico en lo cotidiano, y para contemplar personas que han vivido así, no es necesario retroceder demasiado en el tiempo, las tenemos más cerca de lo que pensamos… Esta verdad la celebramos de modo muy especial el día de Todos los Santos. Sobre esta fiesta, decía el Santo Padre Benedicto XVI:

“La infelicidad consiste en vivir lejos de Dios. Por eso, felicidad y santidad se convierten en sinónimos. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una multitud sin número, hacia la cual la liturgia de hoy nos exhorta a levantar la mirada. En esta multitud no sólo están representados los santos oficialmente reconocidos, sino los bautizados de todas las épocas y naciones, que han intentado cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. El luminoso ejemplo de los santos despierta en nosotros el gran deseo de ser como ellos, felices de vivir junto a Dios, en su Luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia, y esta es la vocación de todos nosotros, confirmada con vigor por el Concilio Vaticano II.

Pero, ¿cómo podemos convertirnos en santos, amigos de Dios? Para ser santos es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y después seguirle, sin desalentarse ante las dificultades. La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, si bien sigue caminos diferentes, siempre pasa por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Las biografías de los santos describen a hombres y mujeres que, siendo dóciles a los designios divinos, afrontaron en ocasiones pruebas y sufrimientos inenarrables, persecuciones y martirios.

El ejemplo de los santos es para nosotros un aliento a seguir los mismos pasos y a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, pues la única causa de tristeza y de infelicidad para el hombre se debe al hecho de vivir lejos de Él. El camino que conduce a la santidad es presentado por el camino de las Bienaventuranzas. En la medida en que acogemos la propuesta de Cristo y le seguimos (cada uno en sus circunstancias), también nosotros podemos participar en la Bienaventuranza. Con Él, lo imposible se hace posible…”.

¿No será que el secreto de los santos es otro…? Si algo define a los santos, es que fueron enamorados de Dios. Nada hace más feliz que dejarse amar por Él. Por eso, los santos fueron personas que cultivaron singularmente la virtud de la verdadera alegría. Alegría de saberse hijos de Dios, expresada a través de una serena sonrisa aun en el dolor, de un acusado sentido del humor, del entusiasmo por la fe, del deseo profundo de hacer felices a los que les rodeaban…

Es la alegría de saber que Dios tiene para cada uno de nosotros un proyecto de amor que consiste en el cumplimiento de su voluntad para llevarnos a la verdadera libertad. “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, que diría San Agustín.

Los hombres y mujeres de hoy esperan más testigos que pedagogos… Y para ser testigo es necesario ser valiente, volar alto, buscar a Dios con sincero corazón y salir de la mediocridad… Contamos con su gracia y con el ejemplo inestimable de tantos hermanos nuestros que han vivido en plenitud la vocación universal de todo cristiano: la santidad.


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